Tuve la oportunidad de poder estar tan cerca de Dios y sentirle en mi corazón, que incluso el demonio se dio cuenta y me hizo dudar por un momento de mi fe y me derrumbe… pero ahí estaban mi compañera de calle y nuestro intercesor para darme apoyo y un abrazo que sentí con tanto cariño que aun después lo notaba y pude experimentar el amor tan grande que Dios me tiene y que me sostiene.
Nos habían preparado a conciencia. No se buscaba tanto abarrotar un templo de personas que se han alejado de Jesús, si no de profundizar en la conversión personal de cada uno de los centinelas, para que perdamos el miedo a hablar de Cristo con nuestros iguales. Es como si, después de esta prueba, hayamos superado el primer escalón de un largo camino, siempre ascendente, que nos lleva a pisar el resto de los peldaños de la escalera, evangelizando entre amigos, entre hermanos, entre compañeros…
Y a conciencia me había preparado yo para asimilar que esa noche no vería a nadie entrar en Santa María la Mayor. Pues es demasiado pedir que, en plena ciclogénesis, durante el pico máximo de la propagación de la gripe, en el vértice de un invierno frío como ya no se recuerda, alguien tuviese la osadía de aceptar esa invitación de unos desconocidos. Una locura.
Haría unos cinco o diez minutos desde que la última pareja de centinelas callejeros salió de la Basílica. Los intercesores orábamos por ellos. Los acogedores esperaban ver rostros nuevos. Los músicos entonaban cantos suaves invitando al recogimiento. Era sólo el principio de la noche. Y aún así me quedé sobrecogido al ver que un joven acababa de entrar. En esta locura. A la que luego vinieron más jóvenes. Una locura colectiva. Y después otros. Y más tarde. Y casi todo el rato. Un delirio tremendo. Algo impactante, que no se puede describir, que hay que verlo con los propios ojos.
Cuanto más difícil es mover el corazón de un extraño para atraerlo a una iglesia en medio de la noche, más fácil es darse cuenta de que el que obra ese prodigio no puede ser el hombre. Cristo no sólo estaba allí vivo. Estaba haciendo lo que allí ocurría. Por ello, aunque me dolían bastante las rodillas de tanta oración, aunque estaba agotado de tanto toser y con los párpados caídos por dos semanas seguidas con fiebre, permanecí arrodillado cada vez que algún desconocido cruzaba el umbral, sólo o en compañía, para dirigirse a Cristo Eucaristía, presentando su vida ante Él. O dicho en otras palabras: no podía permanecer de pie ante un milagro, ante dos milagros, diez milagros, veinte milagros, etcétera milagros… Mientras, por momentos me caían las lágrimas, por momentos me daban ataques de risa. Como un loco. Todo por ser testigo de esta locura: una auténtica locura de amor, dulce y surrealista. El amor infinito del Padre, que nunca se agota. El amor innato del Hijo, que busca ser abrazado y sostenido en noches como aquella, de frío, viento, lluvia y, sobre todo, sed de espiritualidad.