Qué difícil se hace a veces transmitir lo que uno siente, ya sea por vergüenza,
por el qué dirán, por la poca certeza que tenemos en nosotros mismos,… Pero quién me
iba a decir a mí que podría llevar o acompañar a otras personas al lado de Jesús vivo y
resucitado y presentárselo, como de si un amigo se tratase, y ciertamente así es.
Una luz en la noche (ULELN) no era una actividad a la que yo podría recurrir así de primeras, de
hecho todo lo que sabía de ella era por leer, comentarios de amigos, o incluso
testimonios, pero no lo había vivido. Esta vez me animé y quise aprender a acercar a
Jesús a la gente, o tal vez a acercar a la gente a Jesús. El caso es que desde la tarde
cuando empezamos con la formación para esa noche yo tenía mis dudas en cuanto a si
eso de interrumpir a chicos y chicas por la calle y decirles algo, que en realidad es de
locos, como “Jesús te espera”, iba a tener sus frutos, pero había que intentarlo. Nos
explicaron cuál es la función de cada equipo y, aunque todo se encierra en unas cuantas
‘normas’, al final todo lo que decimos o hacemos sale del corazón, de la fuerza del
Espíritu que nos empuja a salir y dar testimonio.
No sé si por primera vez o por el miedo a no saber cómo actuar, pero cuando
alguien se acercó al atril a decirnos cuál era el papel de cada uno yo me moría de
nervios, no sabía dónde meterme. Es complicado mirarte a ti mismo y preguntarte:
“¿qué cualidad tengo yo que hará que los demás puedan ver a Jesús en mí?”.
Si la
respuesta es “id por todo el mundo y proclamad a todos la buena noticia” (Mc 16, 15),
en ese momento no vas a saber ni qué decir, cómo hablarle a los demás de algo que es
casi inefable, que no sabes por dónde empezar, ¿cómo le cuentas a otro que tú has
sentido a Jesús en algún momento de tu vida y que a partir de ese momento nadie os va
a separar?, ¿cómo decirle a los demás que Jesús está vivo y que cuando parece que sus
huellas no están al lado de las tuyas es porque Él te está cargando y tú no te das cuenta?.
Y si la respuesta es “quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26, 38), te preguntarás si serás
capaz de no dormirte como aquellos tres en Getsemaní, o tal vez te cuestiones la
intercesión, si es que servirá de algo para los demás que tú te quedes a rezar por otros,
por su misión. Y si, como en mi caso, la respuesta es “acoged a los que flaquean en la fe
[…]” (Rm 14, 1), indudablemente te cuestionas cómo vas a ser capaz de que, aunque
sea por un momento, alguien que está alejado de la iglesia, vuelva a sentirse acogido a
los pies de Jesús; cómo hablarle a esas personas de la bondad y misericordia de Jesús,…
El caso es que todas esas dudas se van difuminando en cuanto empieza a venir
gente de todas las edades; en algún momento pregunté si tanta gente que había allí
dentro era algo normal. La cuestión es que uno a uno, en los ojos de esas personas se ve
la humildad con la que se acercan a Jesús para pedir, interceder, rezar o dar gracias por
algo que han experimentado en sus vidas: la curación de una enfermedad, la alegría de
encontrar a alguien que Dios pone en el camino de otro, la marcha de algún familiar en
paz, el ser testigo de que Jesús no nos abandona,… Y qué bonito es acercarse
tímidamente al Señor vivo y resucitado en el altar y ver cómo aquellos a los que
acompañamos se sienten renovados una vez que rezamos con ellos y presentamos sus
intenciones, sus agradecimientos, sus vidas a Dios.
No puedo destacar a ninguna de las
personas que acompañé, pero sí puedo decir que me alegra ver que, como les decía a
ellos, esa misma mañana cuando se despertaron no tenían ni idea que iban a acabar allí
rezando, pero por una cosa o por otra, entran a una iglesia a las tantas de la noche y
terminan poniéndose a los pies del Señor para presentarse ante Él.
No quiero dejar pasar la ocasión de agradecer a los que nos acogieron durante
esa noche y a la misma parroquia de Santa Eufemia; y gracias a Dios por dejarme vivir
esa experiencia, verdadera muestra de lo que la fuerza del Espíritu puede hacer en
nuestra vida y en nuestro corazón, y cómo es capaz de hacer que uno que no se imagina
para nada cómo actuar, va poniendo palabras en nuestra boca para anunciar lo más
maravilloso de nuestra vida; y por supuesto, si alguna vez llegan a leer esto todas las
personas que presenté al Padre, que sepáis que rezo por vosotros.
“No tengáis miedo, abridle las puertas a Jesucristo”. (San Juan Pablo II)