Muchas veces te pregunto… ¿Todavía te guardas algunas sorpresas más en la manga? Y la respuesta, como siempre, es sí. Y, aunque por una parte este sábado pasado estaba nervioso, pensando en dar lo mejor de mí, en corresponderte lo mejor posible, por otra estaba confiado, pleno, sabiendo que cuando se presentasen las sorpresas, las dudas, tú pondrías las palabras apropiadas en mi boca y las emociones precisas en mi corazón.
Y así fue, porque no muchas veces tiene uno la ocasión de presentar ante ti a un budista. Supongo que en el primer momento los ojos me debieron de saltar sobre las órbitas: “¡Pero en qué jaleos me meto y, para colmo, mañana en la mesa electoral!”. Te miré, al fondo del pasillo, resplandeciente, sobre el altar, y traté de dejar que tu luz me invadiese, pensando sólo en hablar de ti con la mayor naturalidad posible, de quién eres, de lo que has hecho y sigues haciendo por nosotros, de que estás ahí, vivo… Y aquella chica, con gran naturalidad, también fue comentando una y otra vez “¡Qué bonito!”. Y no era un “¡Qué bonito!” de esos que hablan de la hermosura exterior de las cosas, o que se fijan en los aspectos llamativos de las acciones. No. Era un “¡Qué bonito!” de los de “¡Es algo que me emociona, que verdaderamente me llega, que me hace sentir bien conmigo misma y, a la vez, con los demás!”.