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Mi amiga Iciar me animó a ir. Comencé este viaje sin saber qué me encontraría allí. Lo hice casi como una despedida de mi vida actual, ya que mis proyectos de futuro dentro de poco me llevarán a vivir fuera de Galicia, y no quería dejar pasar esta oportunidad de ir como voluntaria. Lo único que tenía claro es que no me esperaba nada fuera de lo común. Incluso me planteé llevar algo para leer, porque creía que tendría muchísimo tiempo libre… ¡Qué equivocada estaba!
Nada más llegar, al ver el horario, casi me da un “patatús”. Teníamos que comenzar la jornada tempranísimo, para formar las camillas donde trasladábamos a los enfermos para los distintos actos. Al ver las camillas de hierro eché en falta la muñequera para reforzar la mano izquierda, pues desde un accidente laboral el pasado verano la tenía con dolor, sin fuerza y con uno de los tendones fuera de sitio. Sólo de pensar en empujar con ella me echaba a temblar… Pero lo hice. Y la verdad, se llevaba bien.
El ambiente en Lourdes era una fiesta constante. Como coincidimos con la peregrinación de los Ejércitos de todo el mundo, había un colorido de lo más variado. De hecho, era muy divertido ver como se volcaban con los enfermos de todo tipo. Y los enfermos… ¡Vaya marcha tenían! Cuando estaba a su lado, el tiempo volaba. Era imposible estar cerca de ellos sin reír, cantar o bailar. Personalmente, no conocía a ninguno, pero todos se colaban dentro de mí y se metían en mi corazón. Casi no podía rezar oraciones, por falta de tiempo, pero nunca me he sentido tan cerca de Dios: Lo veía en sus rostros. También me sentía cerca de María, era fácil imaginarla viéndonos con ternura.
Cada momento era una sorpresa para mí. Tuve la gracia de sentir el poder de Dios durante el Viacrucis de los enfermos, en la pradera. Creo que nunca olvidaré esa sensación. También tuve la suerte de acudir a las piscinas acompañando a una de las enfermas, Isabel, un auténtico ángel en la Tierra de 17 años, con la que después, y acompañadas de otro voluntario, Rafa, nos fuimos a hacer un poquito de turismo. El momento de la piscina fue uno de los más emotivos. Lo hice, sinceramente, como un ritual. Yo hace tiempo que no pido nada al Señor, por lo que en el momento de rezar antes de la inmersión simplemente recé una salve a Nuestra Señora. No esperaba nada, ni sentir nada más que frío (el agua estaba helada), pero cuando me sumergí y después salí del agua, me sentí renovada. Me sentí ligera. Como si me hubiesen sacado un yunque de dentro de mi cuerpo.
El último día acabé sin voz y con agujetas. La fiesta de despedida que en principio se programó para las 4 la comenzamos a las 2 de la tarde, y se alargó hasta las 6 y media, cantando y bailando en el hospital con nuestros enfermos (que son unos juerguistas natos). Al terminar estábamos tan contentas mis compañeras de hotel y yo, que camino del mismo para cenar saltábamos y cantábamos en la explanada canciones bajo la lluvia. No podíamos ocultar nuestra alegría. Terminamos nuestra estancia en Lourdes con una oración de despedida y algunos nos acercamos a la gruta una última vez antes de volver a nuestra tierra.
Ya en el autobús, venía reflexionando cómo trasladar esta vivencia a mi día a día, y no descarto dar un giro a mi carrera profesional enfocándola hacia enfermos y ancianos (aun tengo que meditar bien cómo hacerlo). En eso pensaba cuando mis ojos se posaron en mi mano lesionada, la misma que no conseguí curar en fisioterapeutas y médicos. Mi corazón dio un vuelco. El tendón estaba en su sitio. Cerré la mano agarrando un objeto, había recuperado su fuerza. Un milagro físico no pedido se había producido en mi cuerpo, y estaba perpleja. Ni encuentro explicación, ni la busco. Sólo doy gracias a Dios por este regalo e intento trasladar a mi vida diaria los buenos propósitos que allí me hice respecto al trato con los demás, siguiendo el mandato de Jesús “Amaos los unos a los otros”.
Nada más llegar, al ver el horario, casi me da un “patatús”. Teníamos que comenzar la jornada tempranísimo, para formar las camillas donde trasladábamos a los enfermos para los distintos actos. Al ver las camillas de hierro eché en falta la muñequera para reforzar la mano izquierda, pues desde un accidente laboral el pasado verano la tenía con dolor, sin fuerza y con uno de los tendones fuera de sitio. Sólo de pensar en empujar con ella me echaba a temblar… Pero lo hice. Y la verdad, se llevaba bien.
El ambiente en Lourdes era una fiesta constante. Como coincidimos con la peregrinación de los Ejércitos de todo el mundo, había un colorido de lo más variado. De hecho, era muy divertido ver como se volcaban con los enfermos de todo tipo. Y los enfermos… ¡Vaya marcha tenían! Cuando estaba a su lado, el tiempo volaba. Era imposible estar cerca de ellos sin reír, cantar o bailar. Personalmente, no conocía a ninguno, pero todos se colaban dentro de mí y se metían en mi corazón. Casi no podía rezar oraciones, por falta de tiempo, pero nunca me he sentido tan cerca de Dios: Lo veía en sus rostros. También me sentía cerca de María, era fácil imaginarla viéndonos con ternura.
Cada momento era una sorpresa para mí. Tuve la gracia de sentir el poder de Dios durante el Viacrucis de los enfermos, en la pradera. Creo que nunca olvidaré esa sensación. También tuve la suerte de acudir a las piscinas acompañando a una de las enfermas, Isabel, un auténtico ángel en la Tierra de 17 años, con la que después, y acompañadas de otro voluntario, Rafa, nos fuimos a hacer un poquito de turismo. El momento de la piscina fue uno de los más emotivos. Lo hice, sinceramente, como un ritual. Yo hace tiempo que no pido nada al Señor, por lo que en el momento de rezar antes de la inmersión simplemente recé una salve a Nuestra Señora. No esperaba nada, ni sentir nada más que frío (el agua estaba helada), pero cuando me sumergí y después salí del agua, me sentí renovada. Me sentí ligera. Como si me hubiesen sacado un yunque de dentro de mi cuerpo.
El último día acabé sin voz y con agujetas. La fiesta de despedida que en principio se programó para las 4 la comenzamos a las 2 de la tarde, y se alargó hasta las 6 y media, cantando y bailando en el hospital con nuestros enfermos (que son unos juerguistas natos). Al terminar estábamos tan contentas mis compañeras de hotel y yo, que camino del mismo para cenar saltábamos y cantábamos en la explanada canciones bajo la lluvia. No podíamos ocultar nuestra alegría. Terminamos nuestra estancia en Lourdes con una oración de despedida y algunos nos acercamos a la gruta una última vez antes de volver a nuestra tierra.
Ya en el autobús, venía reflexionando cómo trasladar esta vivencia a mi día a día, y no descarto dar un giro a mi carrera profesional enfocándola hacia enfermos y ancianos (aun tengo que meditar bien cómo hacerlo). En eso pensaba cuando mis ojos se posaron en mi mano lesionada, la misma que no conseguí curar en fisioterapeutas y médicos. Mi corazón dio un vuelco. El tendón estaba en su sitio. Cerré la mano agarrando un objeto, había recuperado su fuerza. Un milagro físico no pedido se había producido en mi cuerpo, y estaba perpleja. Ni encuentro explicación, ni la busco. Sólo doy gracias a Dios por este regalo e intento trasladar a mi vida diaria los buenos propósitos que allí me hice respecto al trato con los demás, siguiendo el mandato de Jesús “Amaos los unos a los otros”.
Silvia Moure Barros