Se acerca el puente del Pilar y hay un plan que sobresale por encima de todos: ¡Ejercicios!
Empieza el silencio, y con ello los primeros versículos para meditar. Lucas 7: 11-17, Jesús resucita al hijo de la viuda de Naín. Nos invitan a fijarnos en la mujer viuda. Jesús se compadece de ella y le dice: “No llores”. Se me clavan estas palabras y con ellas examino qué partes de mi vida doy por perdidas sin la esperanza de que el Señor pueda resucitarlas. Apunto en mi libreta: “Dios quiere tener un encuentro salvífico contigo en estos Ejercicios”, pero entre sospechas me voy a dormir. Eso sí, con una pregunta: ¿Cuántas veces en mi vida he sido salvada por Cristo?
Me veo ilusionada de estar aquí, pero con el corazón agitado y resentido, como Marta cuando le dice a Jesús: “Señor si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto”, ante lo que Él responde: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. (Juan 11:25). En ese momento, rescato la esperanza.
Más tarde, frente a un maravilloso viñedo de la casa donde estábamos, y el privilegio de poder contemplarlo, sin prisas, me siento a examinar mis pecados, desde la misericordia, desde la imagen de un Dios que baja a lavarnos los pies (Jn 13:1-17) porque nos ama incondicionalmente. Ahí me siento frágil, pero tremendamente consolada.
Empiezo a contemplar la Pasión. El tiempo acompaña, porque fuera está diluviando; suerte que de vez en cuando se asoma un rayo que nos devuelve la esperanza de que incluso en el dolor, “la luz vino al mundo”, aunque a veces no sepamos identificarla (o escogerla). Con la meditación de la Pasión veo mi Sepulcro, donde Dios se hace presente. Y ahí lo entiendo.
Cegada por mi amor propio herido y el ritmo frenético de los últimos meses, no estaba escuchando su SÍGUEME, una llamada que otras veces ya lo ha inundado todo de sentido y de amor.
Para acabar, me paro en el pasaje donde Jesús se aparece a los discípulos tras resucitar (Lc 24: 36-49), y me identifico con ellos. Jesús se presenta cuando no se le espera, y trae consolación. Noto que mis muros caen, y un gozo profundo alivia mi corazón y lo resucita. Entonces recuerdo que los tiempos de Dios, no son los nuestros, pero que Él es capaz de salvarnos incontables veces si le dejamos entrar en nuestra vida.
Vale la pena parar. Contemplar esa luz en un viñedo, en un pasaje bíblico, en una conversación, en un silencio, en una confesión o hasta en una manzana que te empeñas en pelar con el cuchillo incorrecto, mientras Dios te está avisando de que enfrente tienes el cuchillo con el que vas a poder pelarla mejor.
¡Gracias por salvarme una vez más! El mío vuelve a ser un SÍ a tu plan.
Berta