Reparar significa
enmendar, corregir o remediar lo que está mal. Cuando se trata de resarcir de
una ofensa cometida contra otra persona, hablamos de desagraviar y desagravio,
como una forma de compensar o satisfacer por el perjuicio, daño o desprecio
causado. Al hablar de desagraviar o de reparar, los católicos nos referimos a
satisfacer, mediante una serie de prácticas, como puede ser la oración, la
penitencia u otros ejercicios de piedad, por los pecados propios o ajenos
cometidos contra Dios. El sentido de la reparación lo recoge muy bien la
oración revelada por el ángel a los pastorcillos de Fátima: «Jesús
mío, yo creo, espero, os adoro y os amo; os pido perdón por aquellos que no
creen, no esperan, no os adoran y no os aman».
Ya sabemos que la
profanación de un lugar sagrado es un pecado gravísimo que ofende mucho a Dios;
y que, cuando consiste en el desprecio contra la Eucaristía, se denomina
sacrilegio.
La Eucaristía no
solamente es el recuerdo de una acción pasada, esto es, la entrega de Jesús,
por amor, a la Pasión y Muerte en la Cruz, y su Resurrección de entre los
muertos. No se trata de una representación o escenificación que nos recuerda lo
que Jesús hizo por nosotros. Por el contrario, la Eucaristía es el sacramento
de la presencia viva, real y sustancial de Jesucristo, con su Cuerpo, Sangre,
Alma y Divinidad, bajo la apariencia de pan y de vino, los cuales constituyen
la materia de este sacramento. Precisamente porque Él está vivo en el
sacramento, la Eucaristía es memorial. Ella actualiza, o sea, realiza de nuevo
en nosotros, lo que sucedió en el Calvario, y por eso es sacrificio: el mismo y
único sacrificio que Cristo ofreció de sí mismo al Padre para borrar los
pecados de los hombres. La Eucaristía es banquete y comunión en la medida en que,
al participar de ella, se fortalece nuestra unión con Dios y nuestra unidad con
los demás, pues todos comemos del mismo pan y bebemos del mismo vino, llamados
a formar, en Cristo, un solo cuerpo. De ella se desprenden unos frutos, que
están muy bien expresados en la antífona de las II Vísperas del Corpus Christi: «Oh sagrado banquete, en el cual recibimos a
Cristo, se celebra el memorial de su Pasión, el alma se llena de gracia y se
nos da la prenda de la gloria futura».
Con este recorrido
podemos comprender, entonces, el valor infinito de la Eucaristía, lo más
sagrado que tenemos los cristianos, ya que se trata del mismo Cristo. No en
vano el Concilio Vaticano II se ha referido a ella como «fuente
y culmen» de toda la vida cristiana.
La Eucaristía nos
habla del amor extremo de Dios, que nos ha enviado a su Hijo Jesucristo para
salvarnos, entregándose a la muerte por nosotros, y que ha querido quedarse
para siempre con nosotros en este sacramento como signo permanente de este amor
y de esta entrega. De este modo se cumple lo que nos había prometido: «He
aquí que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt
28, 20). Es tan radical y tan
arriesgado el amor de Dios, que se nos da de un modo pleno y absoluto, aun
sabiendo que los hombres, a veces, lo ofendemos, lo despreciamos, e incluso
podemos maltratarlo. En la Eucaristía Jesús está en apariencia frágil, dependiendo
del sacerdote, el único que, al repetir las palabras de la consagración, lo
puede hacer venir; está susceptible, también, de ultrajes e injurias, de
desprecios y sacrilegios. Y, aun así, quiere quedarse, sigue viniendo a
nosotros, no se arrepiente.
Por eso nosotros,
que lo amamos, sentimos muy profundamente cuando el Señor es maltratado en el
Sacramento del Amor, especialmente cuando se le recibe de manera indigna en la
Comunión o cuando se profana el Sagrario. Sin embargo, la actitud que adoptamos
no es el odio, ni el afán de venganza, ni la persecución; eso no es cristiano.
Lo que hacemos es pedir para ellos el perdón de Dios pues, como tantos otros, «no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Y
pedimos perdón con una celebración pública y solemne, que se llama acto de
desagravio. En este caso, lo haremos este viernes 19 de junio a las 20.30hs en
una Misa que presidirá el Sr. Arzobispo en la Capilla Universitaria, con
ocasión de uno de los días más importantes del calendario litúrgico: la
solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús.
La reparación es uno de los componentes distintivos de la
devoción al Corazón de Jesús. Ésta se encuentra muy vinculada a la Eucaristía,
al deseo de satisfacer por los ultrajes y sacrilegios con que el Señor es
despreciado en este sacramento. El Corazón es la sede de todos los pensamientos
y acciones; por eso, cuando nos referimos al Corazón de Jesús no hemos de
pensar en una devoción ñoña o de pura sensiblería, puesto que atañe a la
persona misma de Cristo, el Hijo de Dios, que se nos ha dado como modelo para
todos. Como nos dice el apóstol: «Tened
entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo» (Flp 2, 5), hasta llegar
a recibir en nosotros la «forma de Cristo»
(Gál 4, 19). La devoción al Corazón de Jesús nos habla del misterio del amor de
Dios y nos mueve a seguir e imitar a Cristo en se mismo camino del amor, de la
humildad y del servicio: «Jesús, manso y humilde de corazón, haced mi corazón
semejante al vuestro» –le pedimos-. Y nos habla también de reparación, de
ofrecer al Corazón de Jesús nuestro amor y hasta nosotros mismos, mediante la
consagración, en satisfacción por todos aquellos que no lo aman o lo
desprecian. Así se lo reveló Jesús a Santa Margarita María de Alacoque: «He aquí el corazón que tanto ama a los
hombres y no ha recibido, en cambio, más que olvido, negligencia y menosprecio».
Con ello queremos expresar: Jesús, ante el misterio de tu amor no puedo hacer
otra cosa sino amar, y amarte incluso por aquellos que no te aman, y amarte por
tantas veces que yo mismo, con mis pecados, haya podido dejarte de amar.
Alabanzas de
Desagravio.
Después de la bendición con el Santísimo Sacramento, se
suelen rezar estas alabanzas de desagravio. Las dejamos por si a alguien le
ayudan a prepararse para la celebración.
Bendito sea Dios.
Bendito sea su santo Nombre.
Bendito sea Jesucristo, verdadero Dios y verdadero
Hombre.
Bendito sea el nombre de Jesús.
Bendito sea su Sacratísimo Corazón.
Bendita sea su Preciosísima Sangre.
Bendito sea Jesús en el Santísimo Sacramento del
Altar.
Bendito sea el Espíritu Santo Paráclito.
Bendita sea la excelsa Madre de Dios, María Santísima.
Bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción.
Bendita sea su gloriosa Asunción.
Bendito sea el nombre de María Virgen y Madre.
Bendito sea San José, su castísimo Esposo.
Bendito sea Dios en sus Ángeles y en sus Santos.
«Oh, Dios, que en el Corazón de tu Hijo, herido por nuestros
pecados, te has dignado regalamos misericordiosamente infinitos tesoros de
amor, te pedimos que, al rendirle el homenaje de nuestra piedad, manifestemos
también una conveniente reparación» (Oración colecta).
Ernesto Gómez Juanatey