Siempre había vivido la Semana Santa en parroquia y nunca contemplé otra manera de vivirla. Cuando me dijeron si quería ir al camino yo, difícil de convencer, me apunté ese mismo día a una semana de que empezara. ¡Cómo iba a decir que no a vivir la fe en comunidad!
Era mi primera vez haciendo el Camino de Santiago, el tema hacer la mochila se me dio de pena, y en vez de llevar el 10% de mi peso, le añadí un cero más por si me quedaba corta, confusiones sin importancia hasta que empiezas a caminar. Sin embargo, al momento me di cuenta de que lo más importante no era lo que llevábamos dentro de la mochila, sino dentro del corazón. Cuando empiezas a compartir con los demás y ellos contigo, una sensación de gratitud te inunda y le resta algún que otro kilo a la mochila. Cada mañana nos poníamos a caminar, cada uno con sus motivos, pero todos unidos en el camino de acompañar al Señor. Encomendándome a Él con las oraciones de la mañana seguía bajando el peso de la mochila.
A lo largo del día, fijarme en cómo el camino no dejaba indiferente a ninguno de mis compañeros, cómo cada vez éramos más cercanos y cómo todos estaban dispuestos a ayudar, me llenaba el corazón; y es que, no hay nada más bonito, que ver como Él entra en la vida de cada uno y lo hace todo nuevo. Entonces la mochila pesaba aún menos.
Cuando estábamos más cerca del destino de la etapa, los pies y las piernas ya dolían ,estaba cansada, llovía sin parar, pero entonces llegaba mi momento favorito: el rosario. De pronto, nada de lo anterior importaba, nada dolía, me sobraba el oxígeno para rezar todo lo alto que quisiera. El tiempo pasaba muy rápido y sentía que la Virgen me daba la mano para seguir caminando. Cuando se acababa el rosario cualquiera de los que estaban a mi lado me habrá oído decir: “¡Otro! ¡Otro rosario!”, como si estuviera pidiendo un bis en un concierto. Pero es que cuando estás rezando a unísono por las intenciones de todos nada pesa, nada duele, nada cuesta.
Caminando, caminado con Jesús hasta su resurrección, nada más terminar el camino me di cuenta de lo maravilloso que era vivir así la Semana Santa y cómo cada uno de los días tenía su sentido.
Y así terminé el camino, con una mochila vacía que no pesaba nada, pero con un corazón rebosante que no me cabía en el pecho.
María Vidal