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Cuarenta días con sus cuarenta noches. Ni un día más. Ni un día menos. Ésta es la duración exacta de la Cuaresma, cuarenta días de silencio interior, de reflexión, de meditación, de expectación, de preparación para el hecho culminante de la fe cristiana: El sepulcro vacío. No se trata de un número azaroso. En el Génesis fueron cuarenta días, con sus cuarenta noches, el tiempo en que la lluvia cayó de forma ininterrumpida sobre la tierra, lavándola, purificándola, limpiando al hombre viejo para hacer de él un hombre nuevo, en un mundo visto con nuevos ojos, con renovados sentimientos. Además, en los Evangelios, cuarenta días, con sus cuarenta noches, fueron necesarios para el retiro espiritual de Jesús en el desierto previo al inicio de su predicación pública, enfrentándose a sus particulares tentaciones.
Porque cuarenta es más que un número, es una vida. Hoy los avances científicos en el ámbito de la medicina, de la alimentación, el incremento de la calidad de vida, las medidas de salubridad e higiene, han llevado a que en países como el nuestro, la esperanza media de vida ronde los ochenta años, cifra muy alejada a la media de hace dos mil, tres mil o cuatro mil años, cuando los que vivían más de cuarenta años podían considerarse unos auténticos privilegiados. Por eso, cuarenta años de peregrinación por el desierto valdrían a Moisés para cribar a toda la generación que, desconfiando de los prodigios de Dios, se entregaron a la idolatría a los pies mismos de su santuario natural en el Sinaí.
Cuarenta días es también el plazo de tiempo que, desde la Baja Edad Media, algunas ciudades adoptaron como tiempo de espera antes de que los navíos aportasen en sus muelles. Es el caso de Venecia, donde para prevenir que las embarcaciones que llegaban a sus aguas pudiesen diseminar el contagio de ciertas enfermedades, algunas tan temidas como la peste o la lepra, decidieron que todas estas naves debían amarrar por precaución en una isla cercana, llamada Santa María de Nazareth, pasando allí los cuarenta días siguientes, con sus cuarenta noches. Muchas otras islas imitarían esta función, adoptando instalaciones semejantes, a fin de poder cumplir allí el tiempo completo de cuarentena. A quienes la superaban, se les consentía pisar tierra firme, volver a vivir…
Con el tiempo, a estos lugares comenzó a conocérselos como Lazaretos, en recuerdo de aquel buen amigo de Jesús, Lázaro, por quien él derramó lágrimas de tristeza y al que hizo regresar de entre los muertos, al mundo de los vivos, después de pasar varios días en el sepulcro. Por ello también los enfermos de lepra y pestilencia eran llamados lacerados, con el deseo de que, al igual que Lázaro de Betanía, tras su paso por la vida que no es vida, pudiesen retornar a tierra firme, resucitando a la existencia terrena y cotidiana. Algo que, por defecto, se le permitía al cabo de cuarenta días a todas esas otras personas que, por mera prevención, habían sido confinadas en la isla de Santa María de Nazareth, en Venecia.
Así es la Cuaresma, un auténtico tiempo de cuarentena espiritual para buscar y reconocer nuestras propias enfermedades, no tanto las corporales, sino las del alma, a la espera de que, como a Lázaro, se nos conceda una segunda, una tercera, una cuarta… Una enésima oportunidad para regresar a tierra firme, a la convicción segura, a la fe insondable, en una barca cuyo timonel nos conducirá siempre a buen puerto, ayudándonos a remar en el océano de nuestras faltas y desesperanzas, de nuestros egos e inseguridades, concediéndonos la alegría de ver con nuevos ojos el mundo que Él mismo hará nuevo al término de esta cuarentena, cuando su sepulcro (y el nuestro) vuelva a estar vacío y movida la piedra que bloquea nuestro corazón.
Alfonso Daniel