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En la oración presidida por el Papa Francisco el pasado viernes se nos proponía para la meditación el episodio de la tempestad calmada (Mc 4, 35-41). Es de sobras conocido: Jesús iba en barca hacia la otra orilla del lago de Galilea, se desató una fuerte tormenta hasta el punto que el agua entraba en la barca, y los discípulos, llevados por un gran temor, increparon a Jesús, que dormía, con un duro reproche: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Vivimos momentos de especial incertidumbre, de angustia, de inseguridad. Podemos preguntarnos qué culpa tenemos, qué hemos hecho para merecer esto, por qué ocurre esta desgracia. O también: ¿Dónde está Dios en medio de toda esta situación? ¿Por qué Él lo permite? Es el grito del Pueblo, peregrino por el desierto, que ve todavía lejana la tierra hacia la que se encamina y teme morir de hambre. Es el clamor del justo perseguido que se repite en muchos de los libros proféticos. Es la oración del salmista. Es la estremecedora palabra de Cristo en la cruz. «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?».
No es fácil darle una respuesta al misterio del dolor y del sufrimiento. Tanto el mal moral (la maldad, el pecado individual y colectivo que corrompe las estructuras sociales y las convierte en estructuras de pecado) como el mal físico (la enfermedad, la muerte) no tienen una respuesta al gusto de todos. Es una realidad que se presta más a la contemplación que a la reflexión. Se trata de un misterio que nos desborda, que supera nuestras fuerzas y ante el que nos sentimos impotentes, especialmente cuando se presenta con unas características como las actuales.
Sin embargo, el confinamiento en el que estamos inmersos, la obligada ruptura con nuestras tareas y preocupaciones cotidianas, el cambio de nuestra rutina, este gran parón en todas las dimensiones de la vida, incluso en la espiritual-sacramental para una gran parte de la población, constituye una ocasión preciosa para reflexionar algunas cosas. Me viene a la mente la parábola de aquel hombre rico cuyas tierras habían producido una gran cosecha, y comenzó a echar cálculos para ver cómo almacenar el grano, pero Dios le dijo: «Necio, esta noche te van a reclamar la vida, y lo que has acumulado, ¿de quién será?» (Lc 12, 20).
Hemos avanzado mucho como humanidad, somos protagonistas y testigos de un enorme desarrollo de las ciencias y de la tecnología, y podemos caer en la soberbia de creernos autosuficientes, dueños y señores del mundo, con autoridad incluso para decidir sobre la vida de los demás. Un golpe como este nos da una gran lección y nos recuerda que no somos quien creemos ser, que somos mucho más pobres, poca cosa, contingentes, débiles, frágiles. Pero para los cristianos, hay una cosa que reviste de gran valor y dignidad la condición humana, y es que hemos sido salvados por Cristo quien, por su encarnación y redención, nos ha hecho hijos de Dios. Entonces, nuestra vida tiene sentido y cobra un gran valor, porque está en manos de Dios, que son unas manos amorosas, de Padre bueno.
El Señor no es ajeno a nuestro sufrimiento, a nuestro dolor, sino que ha querido asumir en todo nuestra condición humana, menos en el pecado; toca nuestra miseria, conoce bien nuestra masa, de qué estamos hechos. Ha padecido el dolor y la muerte con nosotros y por nosotros. Él no se bajó de la cruz. Por eso, podemos sentirlo especialmente cercano en estos momentos de dolor, sobre todo cuando nos disponemos a celebrar los misterios de su pasión, muerte y resurrección en la próxima Semana Santa. Aunque parezca dormido, Él está en la barca con nosotros, y nos dice: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (Mc 4, 40). Es como si dijera: «¿No os fiais de mí? ¿No sabéis que yo estoy con vosotros?».
En nuestro camino de seguimiento de Cristo, cargando con la cruz de cada día, hemos de aprender a aceptar la voluntad de Dios aun no la comprendamos, aun cuando nos resulta dolorosa, pues Él puede sacar un gran bien incluso de lo malo. No sabemos qué nos quiere decir con esto, no sabemos qué quiere sacar de nosotros. La actitud creyente es la confianza y el abandono y, por supuesto, la oración.
Por último, tengamos en cuenta las palabras de San Pablo: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación hasta el punto de poder nosotros consolar a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios!» (2Cor 1, 3-4). Transmitir esperanza y consuelo es el mejor apostolado que podemos realizar en estos momentos.
Ernesto Gómez Juanatey